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H2O: La forma del agua

Desde una brizna de hierba hasta el árbol más frondoso,  todas las plantas crecen y se desarrollan al ritmo del aire, el agua, la tierra y la energía del Sol -el fuego-. Son los cuatro elementos que intervienen en el ciclo del agua, un proceso del que todos oímos hablar más de una vez y que tiene una importancia fundamental para la vida sobre el planeta.

Autor: María Eugenia Bontempi




Agua en los mares, ríos y lagos. Agua en el aire y en el suelo. El agua tiene propiedades que la hacen única y es gracias a esas propiedades tan particulares que podemos encontrarla en condiciones naturales en cualquiera de sus tres fases: sólida, líquida y gaseosa. Para pasar de una fase a otra, hace falta que se produzca un intercambio de energía entre las moléculas de agua y el entorno en el que se encuentran. En la atmósfera podemos encontrar agua en su fase gaseosa disuelta en la mezcla de gases que componen el aire, y también líquida y sólida, constituyendo nubes o nieblas.

En este estado, el agua puede abandonar la atmósfera en forma de precipitación (lluvia, nieve, granizo) para ingresar a los cursos de agua superficiales -como arroyos o ríos- o al suelo, de allí puede evaporarse y regresar al aire, puede infiltrarse en las profundidades del suelo, puede ingresar al sistema radicular de las plantas para nutrirlas y puede ser, más tarde o más temprano, transpirada por ellas. No importa dónde empecemos a mirar, el ciclo del agua siempre se cierra. Pero se trata de un proceso complejo y haría falta un sabueso para poder encontrar el rastro de sus distintos componentes.

Con los pies sobre la tierra

Cuando algo es complicado, es una buena práctica dividirlo en partes más pequeñas: una de las partes del ciclo del agua la constituyen los procesos que tienen lugar en el suelo. Para representar esta porción del ciclo del agua de alguna manera más sencilla, solemos enfocarnos en una región pequeña, como una parcela de tierra, y definir así nuestro sistema. Pensar en las primeras capas del suelo -las más superficiales- como un sistema que interactúa con la atmósfera hacia arriba y con los niveles más profundos hacia abajo nos simplifica un poco el problema y nos permite enfocarnos en el agua que puede ser extraída por las plantas de un cultivo, por ejemplo, cuyas raíces habitan dicho sistema.

Así planteado, el desafío consiste en cuantificar cuánta agua ingresa y cuánta abandona estas capas del suelo, para poder determinar el contenido de humedad en la parcela en estudio. Esto constituye el balance hídrico en el suelo y los procesos que intervienen en él dependen no sólo de las características y el estado del suelo, sino también de las condiciones atmosféricas y las de las capas más profundas, así como del entorno horizontal, es decir, de cómo interactúa el sistema que definimos con todo lo que lo rodea.

El suelo -al que comúnmente nos referimos como tierra- tiene una estructura que está determinada por la forma y disposición de sus componentes, sus dimensiones y la fuerza con que se encuentran unidos. La estructura varía según la composición o textura, la actividad de los microorganismos que lo habitan, su temperatura y humedad, la historia de la formación y evolución del suelo. Así, por ejemplo, encontramos diferencias evidentes entre el suelo de un delta, formado por la suave y continua acumulación de sedimentos y el de una región montañosa árida, donde la fuerte pendiente y el clima inhiben la retención de material fino, dando lugar a suelos donde predominan los afloramientos rocosos. A su vez, la textura está dada por la naturaleza de sus componentes minerales y la proporción en que se distribuyen. Básicamente, estos componentes pueden ser arenas, limos o arcillas, en orden decreciente de tamaño de sus partículas. Cuanto más grandes son las partículas, mayor es el tamaño de los poros, que son los espacios ocupados por el aire y el agua en su fase líquida. En general, los suelos con poros más pequeños tienen mayor capacidad para retener agua sin que ésta drene hacia abajo por efecto de la gravedad, mientras que los poros grandes promueven la aireación. Una estructura óptima es la que presenta una diversidad de tamaños de partículas y poros, con preponderancia de limos. Estas características presentan grandes variaciones espaciales, por lo que la clasificación de los suelos conlleva un esfuerzo nada despreciable.

La textura y, fundamentalmente, la estructura de un suelo se ven modificados -a veces de manera drástica- por el uso que hacemos de él. Por ejemplo, mejorar la estructura de un suelo para la producción agropecuaria no es tarea fácil y puede requerir un tiempo prolongado, mientras que un uso inadecuado es capaz de provocar un perjuicio en poco tiempo muy difícil de revertir. Un caso típico son los suelos compactados por el pisoteo de los animales o el peso de las maquinarias, donde el agua produce encharcamientos con facilidad.

Las capas más profundas, según cuáles sean sus características, inhiben o favorecen el ascenso o descenso del agua, mientras que los movimientos horizontales se hallan condicionados fuertemente por el relieve del terreno.

Con la mirada en el cielo

El balance de agua entre las capas más superficiales de la tierra y la atmósfera está dado por la cantidad que ingresa en forma de precipitación (o algún otro proceso secundario, como el rocío) y la que se pierde por evaporación desde la superficie y por transpiración de las plantas. A estos dos últimos procesos se los suele estudiar como uno solo debido a la dificultad que supondría aislarlos, y a que ambos constituyen, en fin, la pérdida de agua por parte de las plantas y el suelo. Combinados se los llama “evapotranspiración”.

La evapotranspiración depende de cuánta agua haya disponible en el sistema para ser cedida a la atmósfera y de cuánta sea “requerida” por ésta. La demanda atmosférica es mayor cuanto más alta sea la temperatura del aire (que cuantifica la cantidad de energía disponible para evaporar las moléculas de agua) y cuanto mayor sea la intensidad del viento, y disminuye cuando la humedad relativa es alta. Éstos son los principales factores que afectan a la demanda atmosférica, aunque no los únicos.

Fotografía SENASA

Modelando la realidad para tomar decisiones

El contenido de humedad en el suelo puede ser medido in situ con el instrumental adecuado y existen distintos métodos para hacerlo. Sin embargo, estas mediciones son costosas técnica y económicamente y, por este motivo, los puntos de medición son escasos. Además, como se mencionó antes, la gran variedad estructural de los suelos en cortas distancias hace que estas mediciones puedan no ser representativas de su entorno inmediato. Esta realidad llevó al desarrollo de diversos modelos matemáticos para representar los movimientos del agua y las transformaciones entre sus distintas fases que tienen lugar en el suelo. La complejidad de los procesos y de la obtención de datos observacionales -tanto de los suelos como de la atmósfera- para alimentar los modelos obliga a recurrir a simplificaciones o suposiciones para hacerlos viables.

Los modelos hidrológicos pueden ser diseñados con distintos enfoques según cuál sea su finalidad. Los principales usos de un modelo de balance hídrico en el campo de la agricultura son para conocer la disponibilidad de agua para un cultivo o programar labores. En el campo de la hidrología se usan para estimar la cantidad de agua que intercambia el suelo con los cursos superficiales o subterráneos. Por su parte, la climatología emplea los balances para el estudio de situaciones de sequías. En el área del pronóstico meteorológico son útiles para saber cuánta agua podría incorporarse a la atmósfera desde la superficie, modificando sus condiciones de humedad y estabilidad. Y muchas otras ciencias más se valen de estos modelos.

Todos los modelos de balance hidrológico estiman el contenido de humedad en alguna capa del suelo, ya sea más profunda o superficial. Pueden tener distintas escalas de resolución espacial (puntual, regional) y temporal (suelen ser diarios o mensuales, aunque algunos modelos resumen la información de periodos de diez días, por ejemplo), dependiendo de su finalidad y diseño.

Una experiencia de aplicación de un modelo

Desde el año 2016, el Servicio Meteorológico Nacional (SMN) y el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) incorporaron a su abanico de productos y análisis el modelo de Balance Hidrológico Operativo para el Agro, conocido como BHOA, por las siglas de su nombre. El BHOA fue desarrollado en la cátedra de Climatología y Fenología Agrícolas de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires (FAUBA) y publicado en el año 2012 [1]; tiene una resolución espacial baja, de nivel regional -ya que se calcula en puntos donde hay estaciones meteorológicas y por lo tanto las zonas intermedias podrían no resultar bien representadas- y el paso temporal entre salidas es diario.

La ingeniera agrónoma Liliana Spescha, una de las autoras del trabajo, nos explica que “este modelo de balance de agua en el suelo para la Argentina se encuentra implementado en forma operativa y tiene por finalidad proporcionar una herramienta objetiva y en tiempo real para los tomadores de decisión del sector agrícola, así como generar una base de datos de agua en el suelo disponible para todos los usuarios.”

Spescha sostiene que el modelo “Constituye, asimismo, una buena alternativa ante la falta de una agroclimatología regional de agua edáfica (que es el contenido de humedad en el suelo) para todo el país”.

Se trata de un modelo simplificado de estimación de la reserva de agua en las profundidades a donde llegan las raíces de los cultivos para absorberla, conocida como zona de exploración radicular, alcanzando esta zona el metro de profundidad, aproximadamente. “Las constantes hidrológicas de los suelos utilizadas en el modelo no corresponden a una capa de espesor uniforme para todo el país, sino que tienen en cuenta la profundidad típica de exploración radicular en cada región, y fueron obtenidas a través de un consenso entre valores determinados experimentalmente a campo y otros estimados a partir de diferentes modelos”, aclara Liliana. 

En la FAUBA, la metodología del BHOA está incluida en los programas de estudio. Además, tanto allí como en el SMN y en el INTA, se utiliza para realizar el seguimiento permanente de las condiciones hídricas del suelo y los mapas se publican en sus sitios web y en boletines e informes periódicos con sus respectivos análisis (ver apartado). Si bien el BHOA fue pensado con fines agronómicos, también resulta de utilidad en otras áreas. Natalia Gattinoni, licenciada en Ciencias de la Atmósfera y miembro del Instituto de Clima y Agua del INTA, señala que “en el área de hidrología del Instituto se publican informes mensuales de relevamiento de la cuenca del río Arrecifes, en los que se cita al BHOA para el análisis de humedad del suelo”. El SMN, por su parte, también recurre a estos mapas con fines de monitoreo y pronóstico de la tendencia climática trimestral.

El desafío próximo es trabajar en conjunto en el desarrollo de mejoras en cuanto a la definición espacial, a la calidad y cantidad de los datos que insume y a un mejor equilibrio entre la simplificación matemática y la sofisticación del modelo. “También tenemos pensado el cálculo de índices a partir de sus salidas, por ejemplo, de sequías, y el desarrollo de un pronóstico estadístico estacional de agua en el suelo”, aporta Liliana.

Mirando cada árbol sin perder de vista el bosque

Mientras éste y muchísimos otros grupos de trabajo dedican sus esfuerzos a representar mejor las distintas porciones del ciclo del agua, enfocándose ora en la superficie, ora en los suelos profundos, ora en la atmósfera, tantos otros se inclinan sobre la mesa de los resultados para ordenar las piezas que forman el gran rompecabezas del ciclo del agua visto como un todo. Que nunca termina, porque siempre está recomenzando.

 

[1] Fernández Long, M.E.; Spescha, L.; Barnatán, I.; Murphy, G. 2012. Modelo de Balance Hidrológico Operativo para el Agro (BHOA). Facultad de Agronomía UBA. Revista Agronomía&Ambiente 32:31-47






 



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