Barquitos de papel | Servicio Meteorologico Nacional.

Barquitos de papel

Cortezas de árboles, cueros y distintos tipos de tallos y fibras atados en mazos fueron antecesores de los más variados diseños de balsas, canoas y barcos, que se fueron perfeccionando como medios de transporte, pesca y guerra, y más adelante, de entretenimiento o deportivos. Y desde esa primera corteza botada, la meteorología fue protagonista, con el viento en el rol de capitán.

Autor: María Eugenia Bontempi



Desde los albores de la humanidad, los cursos de agua fueron fuente de alimento, protección y transporte. Los pueblos se asentaban en las orillas de ríos y mares y no tardaron en descubrir que surcando sus aguas podían alcanzar lugares de otros modos inaccesibles. Incluso en la actualidad, existen todavía algunos paisajes que prácticamente solo son habitables en sus orillas y el mar constituye casi la única vía de comunicación posible. Ejemplos de esto son los archipiélagos del sur chileno o Australia. Quizás menos extremos en la hostilidad del paisaje, pero fueron los ríos y arroyos de nuestro Litoral los que permitieron la llegada y avance de las tribus guaraníes, hábiles en la construcción y uso de canoas, desde sus asentamientos originales en el noreste. Los mochicas, habitantes de parte de la costa pacífica en el actual Perú, se convirtieron en diestros navegantes de sus embarcaciones fabricadas con totoras, lo que les permitió el comercio con otras poblaciones costeras al norte y al sur.

Las olas y el viento

La estrecha relación entre las condiciones atmosféricas y la posibilidad de navegar con éxito es evidente. Con mayor o menor conocimiento, la humanidad fue consciente de esto desde que se hizo al mar, plasmando esta relación en el diseño de sus embarcaciones y también en sus creencias y mitos: mientras era frecuente implorar la intervención divina para que el viento soplara en la dirección conveniente, algunos pueblos antiguos llegaron a atribuir a los dioses la invención de la vela, y se dice que los marineros de los grandes clípers creían que podían despertar a la brisa cantando melodías de mar a viva voz. Tal vez no lo consiguieran, pero por lo menos eludirían con su alegre costumbre la desesperación que la calma infunde en los marinos.

Los egipcios sabían que el viento suele ser menos intenso cerca de la superficie que a mayores alturas, por lo cual disponían su vela rectangular en distintas posiciones, levantando uno de sus lados para captar el viento de más arriba. Esta técnica no debía ser del todo ineficiente, ya que todavía hoy se usa en algunas regiones de Sudán.

Pero las condiciones atmosféricas no solo eran tenidas en cuenta para mejorar el movimiento de las embarcaciones, también se reflejaban en su construcción con el fin de asegurar comodidad y seguridad a sus regios tripulantes. Tal es el caso de las casetas de estera que protegían de los intensos rayos del sol característicos de la región del Nilo. En otras zonas del globo donde el clima no siempre es benigno, las empresas comerciales o colonizadoras eran prudentemente reservadas para las temporadas del año que ofrecían mayores probabilidades de éxito.

Cuando todavía no se conocían leyes físicas y la ciencia era, en los mejores escenarios, producto de las elucubraciones de mentes tan brillantes como singulares y adelantadas, se solía confiar en los consejos de adivinos, quienes se decían capaces de anticipar los caprichos de los dioses.

Muchos años más tarde, algunos marinos, entre los que se destacan Edmond Halley y James Cook, pondrían atención a las condiciones del tiempo que encontraban en distintos puntos de sus viajes y las posibles relaciones entre ellos. Sus observaciones fueron claves para la meteorología sinóptica, de desarrollo incipiente. A mediados del siglo XIX, la institucionalización de los primeros servicios meteorológicos con capacidad para producir y difundir información y pronosticar el tiempo atmosférico tuvo uno de sus principales motores en el interés que revestía para la navegación marítima.

Hoy en día, los grandes avances en el conocimiento de la atmósfera y en las técnicas de navegación asisten a las tripulaciones y reducen enormemente los peligros. Sin embargo, ningún buen navegante deja de poner su atención en las mismas señales que ya conocían sus antepasados lejanos para anticipar posibles problemas: la caída de la presión atmosférica, las nubes que se acercan, características de los frentes de tormenta, la rotación antojadiza de los vientos o la profundización de las mareas y el oleaje que responden a aquellos, como se refleja en la escala Beaufort adaptada al mar.

A todo trapo

Aunque la idea de navegación a vela se vincula inmediatamente con la imagen de los grandes barcos de muchos mástiles y complicados aparejos, lo cierto es que el diseño y manejo de las velas tuvo su evolución. Los primeros barcos que utilizaron la fuerza del viento para propulsarse lo hicieron con velas cuadras, de forma rectangular o trapezoidal. Tales eran las velas que desplegaban los exploradores nórdicos cuando surcaban el océano Ártico en sus característicos barcos, desde finales del primer milenio de la era cristiana. Estas velas trabajan exclusivamente con la fuerza de empuje del viento, embolsando el aire. Este tipo de navegación solamente puede realizarse con vientos francos, es decir, que soplan “desde atrás”, empujando al barco hacia su destino -o hacia donde los antojos de Eolo y Toosa decidan-. “Atrás” no es necesaria y exactamente por la popa; el giro horizontal de la vela permite un cierto ángulo, siempre que el viento no alcance la dirección perpendicular a ninguna de las dos bandas o costados del barco.

De aparición posterior a las velas cuadras, las triangulares permiten la navegación contra el viento, ya que el aire que es obligado a desviarse por su superficie se acelera y provoca una fuerza de atracción. En la jerga náutica, esta forma de navegación contra el viento se conoce como de ceñida o de bolina. La expresión “contra el viento” significa que el viento sopla “desde adelante”, pero no directamente por la proa. Si imaginamos un reloj sobre el barco, con el 12 en la proa y el 6 en la popa, un viento que sopla “desde adelante” llega desde una dirección comprendida entre el 9 y el 11 o entre el 1 y el 3, pero nunca directamente desde el 12. Para que el avance se realice en línea recta y en el sentido longitudinal de la embarcación, el rol de la quilla es fundamental.

Este tipo de velas triangulares, sin embargo, ya se usaban con vientos francos mucho antes de que se dominara la navegación de ceñida, porque permitían mejorar la maniobrabilidad. No fue hasta entrado el siglo XVIII que el físico Daniel Bernoulli explicó, con su principio de la hidrodinámica, que un avión puede mantenerse en el aire por el mismo motivo que un barco puede servirse del viento de manera tan contraintuitiva para avanzar.

Antes de que se conociera la navegación de bolina, muchas de las embarcaciones a vela estaban dotadas de remos para reemplazarlas en caso de vientos desfavorables, pero en general se usaban solamente en travesías cortas o en maniobras cerca de puerto. Además, este rasgo era más común en los diseños anteriores a la Edad Media y las naves de Colón no entraban en este grupo. Por este motivo, se podría decir que los españoles pudieron llegar a las costas americanas empujados no solo por su espíritu de conquista sino también por los vientos alisios (del este), y el regreso se estableció al norte de las rutas que los habían traído, donde predominan los oestes. Debieron ser grandes observadores, intrépidos con buena estrella, o más conocedores de lo que creemos, ya que los primeros de ellos ni siquiera sabían de dónde volvían. 

“Que el Hombre sepa que el Hombre puede”

Acerca de la audacia de aquellos aventureros españoles existe un acuerdo general, pero lo que sí origina discusión es darles el título de descubridores o pioneros. Muchas veces puesta en duda la versión de América como el Nuevo Mundo, hubo quienes, no conformes con solo elaborar teorías, las llevaron a la práctica con el propósito de probar su factibilidad.

Uno de ellos fue Thor Heyerdahl, un científico noruego especialista en antropología de la Polinesia que sostenía que desde las épocas prehistóricas los seres humanos habían podido surcar los océanos y unir los continentes sobre sus balsas primitivas. Las expediciones más reconocidas de Heyerdahl fueron la Kon-Tiki (1947), en la que seis hombres navegaron en una balsa de totoras desde El Callao, en Perú, hasta el archipiélago polinesio Tuamotu, y las expediciones Ra I y Ra II (1969 y 1970, fallida la primera y concretada la segunda), en las que consiguió cruzar el océano Atlántico desde el norte de África hasta Barbados en una balsa construida con juncos de papiro para demostrar que africanos mediterráneos pudieron haberse adelantado varios siglos a Cristóbal Colón valiéndose de idénticas embarcaciones.

En sus memorias, Heyerdahl escribiría: “La expedición del Kon-Tiki me abrió los ojos sobre lo que es el océano. Es un comunicador y no un aislante. El océano ha sido la principal carretera de la humanidad desde los días en que se construyeron las primeras embarcaciones, mucho antes de que se domesticara el caballo, se inventara la rueda y se abriese paso por las selvas vírgenes”.

Aunque las teorías del antropólogo noruego no fueron aceptadas por la mayoría de sus colegas, e incluso fueron objetadas y él mismo bastante controvertido por sus vínculos con el nazismo, tampoco pudieron ser descartadas y sus aventuras sirvieron de inspiración a un grupo de temerarios de variados orígenes que repitieron la hazaña a bordo de tres balsas primitivas que copiaban el diseño de las que usaban los indios huancavilca, arrastrados por la corriente de Humboldt y empujados por los vientos alisios (Pacific Challenge, 1973).

Poco más cercana en el tiempo, la expedición Atlantis fue llevada a cabo entre el 22 de mayo y el 12 de julio de 1984 por cinco soñadores argentinos, aunque en realidad la aventura comenzó varios años antes, cuando las lecturas e investigaciones del líder del grupo, Alfredo Barragán, colonizaron sus pensamientos y su voluntad hasta materializar el proyecto. Este consistía, también, en demostrar empíricamente y de primera mano que el cruce del Atlántico pudo ser posible 35 siglos antes por habitantes africanos. Los cinco hombres construyeron con sus propias manos la balsa sin timón usando sogas vegetales y troncos de la misma especie que existía en África, que ellos mismos fueron a buscar a Ecuador, no sin encontrarse con las más inesperadas dificultades. La trasladaron hasta las islas Canarias, desde donde partieron llevados por la corriente homónima. Cuando la balsa, con su vela cuadra desplegada, tocó puerto en La Guayra (Venezuela), después de haber sido arrastrada por las corrientes y los vientos tal como Barragán lo esperaba, fue que él pronunció con emoción las palabras que dan título a estos párrafos: “Que el Hombre sepa que el Hombre puede”. Justo en su culminación, el objetivo de la expedición viraba desde el pasado hacia el futuro.



 



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